Por Marcelo Bauzá

Hace unas horas tomé mi Nikon D500 y salí en auto rumbo a San Joaquín. Quería visitar un proyecto DS19 entregado hace tiempo en Matta Vial, casi esquina Santa Rosa, y ver cómo estaba cumpliendo la promesa de “contribuir a la integración de las familias en la ciudad y generar una adecuada relación con el entorno urbano” que especifican las circulares DDU 466 y 480 del MINVU.
Llegué y estacioné frente al edificio. Ahí estaban tres personas en situación de calle compartiendo yerba de la que se fuma, justo al lado de donde había llegado a hacer mi paseo. Saqué la cámara y comencé a fotografiar el edificio que había venido a ver y otro que estaba al frente. No llevaba ni cinco minutos cuando una señora salió del edificio en construcción y se acercó.
“¿Qué hace?”, me preguntó con amabilidad genuina.
“Saco fotos para ver cómo se integran los edificios al barrio”, le respondí.
“Qué bueno”, me dijo sonriendo, “yo vendo aquí en este edificio que ahora estamos construyendo.”
Seguí caminando por la calle hasta llegar a la esquina, donde me detuve para tomar una panorámica de la calle con ambos edificios. En la foto que saqué aparece un señor caminando hacia mí. Cuando bajé la cámara, se plantó frente a mí. Miraba su celular mientras me hablaba.
“Me puede dar su credencial.”
“¿Por qué?”, le pregunté, genuinamente sorprendido.
“Porque le sacaste una foto a mi casa”, me contestó, como si fuera lo más obvio del mundo.
Su respuesta me puso a la defensiva. “No tengo por qué mostrarte nada. Estoy en un espacio público y puedo sacar foto a lo que quiera.”
“Estás muy equivocado. Le sacaste foto a mi casa y me tienes que mostrar tu credencial o llamo a Carabineros.”
“No hay problema, llama a Carabineros si quieres”, le dije, “y de paso denuncia también a Google por las imágenes satelitales y las que usa en Street View.”
Un tanto sorprendido por mi respuesta, me aseguró que también denunciaría a Google.
Ahora, mirando la fotografía que tomé, entiendo que la reacción del vecino no tiene nada de sorprendente. El espacio público no ha mejorado un ápice desde la construcción del edificio, que por cierto muestra su cara más hostil a nivel de calle: muros ciegos y rejas como principal ornamento. Una reacción similar, aunque bastante más agresiva, tuvo otro habitante de una casa vecina cuando saqué otra foto de la esquina donde estaba su propiedad.
Es evidente que ante la falta de conexión de todas las propiedades con el espacio que comparten, y frente al deterioro y abandono evidente de todo lo que es común, difícilmente podría haber esperado otra cosa. Como enseñanza para mi próxima excursión, llevaré la credencial de la universidad colgada del cuello. Pero sobre todo, ahora sé que es difícil que no te reciban con hostilidad y desconfianza cuando todo lo que tiene que ver con lo que se supone debe compartirse está destrozado o abandonado.
Desde otra perspectiva, sería interesante debatir si no es hora de pensar políticas públicas que complementen estos proyectos de vivienda con acciones para cohesionar a los barrios mediante la mejora continua de los espacios públicos. Si bien es claro que municipios como San Joaquín no tienen la recaudación necesaria para ocuparse de estos problemas, quizás debiéramos pensar cómo aumentar la capacidad de recaudación y gestión de los gobiernos locales. En Chile, el 80% de las propiedades están exentas del pago de contribuciones, los municipios no pueden endeudarse, y persiste la creencia de que el Estado no crea valor. Esta combinación de factores limita dramáticamente la capacidad municipal para mantener y mejorar los espacios comunes que son, paradójicamente, los que más impacto tienen en la calidad de vida urbana y la cohesión social. Tal vez sea momento de repensar este modelo: si queremos barrios que integren en lugar de segregar, necesitamos gobiernos locales con recursos reales para hacerlo posible.